“Abrí la puerta y salí al exterior. La ladera estaba bañada por la luz de la luna. La colina estaba cubierta de arbustos de té y mi cabaña se hallaba detrás del templo, en medio de la ladera. Mientras paseaba por las hileras de té iluminadas por la luz de la luna, descubrí que mi madre seguía estando conmigo. Era la luz de la luna que me acariciaba como ella solía hacerlo, con una gran ternura y dulzura… ¡qué maravilloso! Cada vez que mis pies tocaban la tierra, sabía que mi madre estaba allí conmigo. Tenía el convencimiento de que ese cuerpo no era sólo mío, sino una prolongación viva del cuerpo de mi madre, de mi padre, de mis abuelos y de mis tatarabuelos, de todos mis antepasados. Aquellos pies que veía como “mis” pies eran, en realidad, “nuestros” pies. Las huellas que yo iba dejando en el suelo húmedo eran las de mi madre y las mías.”