Durante los primeros meses de nuestras vidas, nuestros seres queridos nos aman por lo que somos. Cuando estamos recién nacidos incitamos sonrisas y comprensión. Aún cuando lloramos, nos quieren y saben que no nos quejamos sin razón sino porque requerimos atención.
Con el tiempo las sonrisas se conviertan en angustia y la comprensión en agresión. Comenzamos a ser “domesticados” por nuestros padres, abuelos y otras personas que están en nuestro entorno.
¡Haz esto!
¡No hagas aquello!
Poco a poco vamos aprendiendo que si queremos aprobación necesitamos actuar de ciertas formas. Comenzamos a moldear nuestro comportamiento para recibir la compensación que anhelamos. Cuando lloramos se fijan más en nosotros, aunque no siempre de la forma que queramos. Cuando actuamos de ciertas maneras nos halagan y nos dan premios. Cuando actuamos de otras formas nos castigan y nos reprimen.
Comenzamos a modificar nuestro comportamiento de acuerdo a lo que nos han enseñado. Sabemos, por ejemplo, que:
“Un buen niño no llora.”
“Los niños deben ser vistos mas no escuchados.”
Como resultado empezamos a utilizar una serie de “máscaras” para conseguir lo que deseamos. Estas máscaras comienzan como algo sencillo para que nos den un chocolate u otro tipo de compensación. Las máscaras se van formando, desarrollando y moldeando a algo más complejo con la edad. Aprendemos que para lograr nuestros objetivos, frecuentemente es mejor colocar una máscara y actuar no con lo que sentimos en nuestro interior sino con lo que sentimos que nos dará mejores resultados.
‘’¿Quién ha hecho su tarea?” nos preguntan en el colegio. Tímidamente levantamos nuestra mano sabiendo que no la hemos hecho y luego rezando que no nos pregunten sobre su contenido. Cuando no nos preguntan, nos sentimos bien por “la trampa” que hemos hecho y la máscara que hemos puesto.
En el trabajo nuestro jefe nos exige: “Necesitamos este trabajo para mañana en la mañana. ¿Lo puedes tener a tiempo?, ¿Verdad?” Aunque sabemos que no es posible con los conocimientos y los recursos que tenemos en ese instante, le respondemos: ¡Claro que sí!” Luego salimos y maldecimos al jefe por ser tan exigente.
Con el tiempo nos damos cuenta que muchas veces es mejor decirle a la gente lo que quieren escuchar y no lo que estamos sintiendo. Como resultado final comenzamos a ser y actuar no como somos, sino como pensamos que los demás quieren que seamos.
Es difícil imaginar y de repente un poco aterrador pensar que todos nos quitemos nuestras máscaras y revelemos lo que realmente tenemos en nuestra esencia. Aun así, siendo honestos y abiertos con nosotros mismos en relación a lo que sentimos y creemos nos puede traer grandes dividendos.
Cuando dejemos de colocarnos máscaras para complacer a los demás, comenzaremos a vivir una vida más transparente, abundante y auténtica.
∞ Rob McBride ∞
LL II 42